Imágenes inconexas que luego se nutren de un contexto. Una muchedumbre, un lago de tomates, una casa manchada, un auto ochentoso, un niño, un adolescente, muchos adolescentes llorando entre las luces difusas del recuerdo. Lentamente, comenzamos a entender de qué se tratan estos trozos sueltos. Descubrimos que el Kevin del título hizo algo abominable, y que su madre, sin haber estado involucrada, quedó manchada de culpa ante los ojos de la sociedad.
Años después, la encontramos atravesando una especie de limbo existencial, desconectada de su realidad, inmersa en el magma de su memoria. Una y otra vez, recuerda cómo su hijo, desde el primer momento, pareció disfrutar de la crueldad, una crueldad que siempre destinó a ella, incluso cuando los afectados eran otros. Al despertar de sus pensamientos, advierte el desprecio de su comunidad, que le reprocha los crímenes de Kevin. Pero lo curioso es que Eva nunca escapa, no se pierde en el anonimato de alguna ciudad lejana, sino que permanece allí donde más la odian. ¿Y por qué la odian? Por haber – según su criterio – fracasado como madre.
Como señaló el crítico australiano Adrian Martin, la directora Lynne Ramsay resalta cómo Eva no encaja en los parámetros que la sociedad tiene reservados para las madres y esposas. Ahora bien, ¿es verosímil que la sociedad castigue a una mujer por los crímenes de su hijo? ¿Hasta qué punto? La respuesta – afirmativa e insistente – que nos brinda la película parece exagerada, como también es exagerado el personaje de Kevin, que nunca deja de atormentar a su madre. Incluso en la escena de su nacimiento, vemos cómo la cara de Eva, deformada por el dolor del parto, se retuerce aún más en el reflejo de un espejo. Intuimos que el bebé nació para hacerla sufrir.
Pero, ¿realmente es así? Después de todo, lo que «vemos» de Kevin está teñido por la subjetividad de su madre. Eva deambula por una existencia sin sentido, resignada a recibir el rechazo de la sociedad, a subsistir en una casucha avejentada. Estas escenas, situadas en el presente de la película, se desarticulan ante la irrupción de una persona, un gesto o un objeto que remiten al pasado de la protagonista. Así es como se nos relata, fragmentariamente, la niñez y adolescencia de Kevin. Por lo tanto, se trata de un personaje mediado por el recuerdo desordenado, confuso y hasta cubista de un tercero, en este caso, de Eva. La clave está en el título: Tenemos que hablar de Kevin. Es decir, él no aparece como tal, sino que es aquel de quien se habla.
Kevin es todo lo que Eva no se anima a expresar: toda su furia, su cinismo, su desilusión ante el mundo y sus hipocresías. Es todo lo que ella querría ser y también todo lo que ella odia de sí misma, como si su hijo fuera la expresión externa del espíritu desbocado que ella esconde debajo de sus buenos modales. En un diálogo entre los dos, Kevin le plantea a su madre lo siguiente: “¿Cómo crees que me convertí en el monstruo que soy? ¿De quién crees que aprendí?”. Eva sospecha que su hijo es lo que ella podría llegar a ser o – peor todavía – lo que ya es: un monstruo, un “alienígena”, como sugiere Martin en la crítica ya señalada.
Si hay un punto flojo en la película, es que Kevin nunca logra perturbarnos. No tiene peso, no asusta. Lo sentimos como presencia maligna más por el trastorno de su madre que por lo que exuda su mirada. Es cierto que no ayudan las interpretaciones actorales. No le podemos pedir demasiado a Jasper Newell y Rock Duer, quienes interpretan a Kevin en sus primeros años de infancia. Sin embargo, Ezra Miller, como el Kevin adolescente, sí podría haber sido una figura aterradora. Pero termina por brindar una tibia imitación de chico rebelde, sin llegar a sugerir nunca las profundidades de su maldad. Sus gestos y movimientos son demasiado estudiados y actuados. No basta, creo, con decir que su falsedad, su bidimensionalidad, son el resultado de la subjetividad de Eva. Otras películas que nos muestran un mundo filtrado por la percepción del protagonista, como 8½ y El conformista, no por eso adolecen de personajes secundarios chatos y aburridos. Afortunadamente, la intensidad de Tilda Swinton, en el papel de Eva, logra darle algún sentido al vacío de Kevin.
Más allá de las actuaciones, nunca se diluye la potencia temática del film. Con una estética expresiva, alocada y pesadillesca, se plantea una antigua pregunta filosófica: si somos lo que somos de nacimiento o por lo que nos enseña nuestro entorno. Kevin es un endemoniado desde su infancia, pero Eva lo trata con tanto descuido, temor e impaciencia que, sin proponérselo, logra que un bebé porfiado se convierta en un asesino. Al mismo tiempo, el niño se construye a sí mismo ante la mirada de su madre. Es decir, todo lo que él hace, lo hace para ella. Por eso resulta tan inabordable. No sólo lo observamos a través de los ojos de Eva, sino que lo que ven aquellos ojos es una máscara, una puesta en escena. Sin Eva, Kevin no es nada. Ya encerrado en una cárcel, ella le pregunta «¿Por qué lo hiciste?» Y él le responde: «Alguna vez creí que lo sabía. Pero ya no”. Atrapado en aquel encierro, no tiene audiencia, no tiene a quién enloquecer, a quién servirle de reflejo. Ella lo mira, desganada, como quien no guarda esperanzas de resolver nada. Kevin permanecerá, para ella y para nosotros, como un acertijo sin solución.