El joven Louis Garrel protagoniza este melancólico film, dirigido por su renombrado padre Philippe, sobre actores frustrados en París. Si bien la ciudad, el teatro, los departamentos claustrofóbicos y el blanco y negro recuerdan a las películas de Jacques Rivette (particularmente a Paris nos pertenece), Garrel ofrece un panorama sombrío y menos romántico, distinguiéndose de otras visiones del submundo artístico parisino (incluso de algunos ejemplos argentinos, como El exilio de Gardel, de Solanas, o Las veredas de Saturno, de Santiago). Aquí no encontramos genios en potencia o antiguas estrellas en decadencia. Tampoco éxitos inesperados o fracasos estrepitosos. Más bien, los personajes de Garrel viven en una suerte de meseta, sin perspectivas de fama, y con la única ilusión de ser contratados en alguna obra, cualquier obra. Su sueño, más que inmortalidad actoral, es poder ganarse el pan de cada día “haciendo lo que aman hacer”, pero hasta un objetivo tan humilde les es imposible. Si bien los actores de Rivette (como los de Solanas o el bandoneonista de Santiago) también son lúmpenes perdidos en recovecos urbanos, viven en una suerte de realidad paralela y mágica, donde la creatividad, la poesía y el arte se justifican por sí mismos, incluso aunque todo lo demás se caiga a pedazos. Algo parecido, en la literatura, sucede con los bohemios de Julio Cortázar y Roberto Bolaño. No es que sus vidas sean más envidiables que las de los actores de La Jalousie, sino que sus existencias subterráneas constituyen un logro artístico. Su pobreza, sus epifanías, su sufrimiento… Los poetas de Bolaño quizás no disfrutan de su situación marginal, pero sirven de inspiración para otros, son ejemplos de que es posible vivir así. Por eso tantas novelas de Bolaño tratan sobre artistas desaparecidos o escondidos, desde 2666 hasta Estrella distante y Los detectives salvajes. Más que poemas, elaboran vidas poéticas, y son estas últimas las que garantizan su legado, al menos para un reducido grupo de admiradores.
Los actores de Garrel, en cambio, razonan: “No se puede amar en un vacío”. Buscan trabajo y sustento, no lo encuentran, y sus sueños diferidos, como en el poema de Langston Hughes, estallan. Garrel hijo encarna el protagonista, también llamado Louis, un actor que abandona a la madre de su hija para encamarse y enamorarse, locamente, de una actriz como él. La película arranca con la abandonada, llorando con la mirada perdida en algún punto fuera del encuadre. Pero, más allá de esta escena y algunas otras, apenas aparece durante el metraje. Es como si Philippe, detrás de la cámara, la olvidara de la misma forma que Louis. Algo parecido sucede con su nueva novia. Lo interesante es que, mientras Louis se relaciona con ellas, sus mujeres incendian la pantalla. Son torbellinos de desesperación y angustia, o pozos de tristeza contenida, y sus destinos, felices o no, quedan inconclusos. Sus caminos se alejan de Louis, y de nosotros, y son como rutas que ya no podemos seguir, perdiéndose en direcciones lejanas. La única mujer que permanece al lado de Louis es su hija. En sus sonrisas, en su obvia admiración por su padre, quizás preserve algo de aquel romanticismo que asociamos con la bohemia.
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